lunes, 21 de junio de 2010




Diversos tipos de pintura de casa. Aunque la pintura es un material muy común, la tecnología de la pintura es una ciencia complicada. Para la pintura a adherirse a una superficie, la primera capa (normalmente la “cartilla”) debe proporcionar una “llave” en la materia prima (de modo que no caiga la pintura) y proporcionar una superficie para las otras capas. Hay muchos tipos de Pintura disponibles hoy de pintura, que dan diferentes terminaciones en la superficie, otros diseñados para usos particulares. Esto hace la selección de la pintura menos directa, no obstante seleccionar el tipo correcto de pintura dará un resultado final más satisfactorio. La elección de la pintura correcta puede parecer un poquito que confunde al principio, pero una vez que se haya clasificado que tipo de pintura es para cada trabajo y que terminaciones hay disponible para ese tipo de pintura en particular, la elección debe ser bastante fácil. ¿Qué es la Pintura?. La pintura consiste en pigmentos y una carpeta de aceite o a base de agua (la carpeta que es la mayor parte del volumen). En la mayoría de las pinturas, el almacenamiento de larga duración hará que los dos componentes se separen en la lata - los pigmentos generalmente “gotas de solución” para formar un espeso, melaza como el lodo en el fondo de la lata. Para que la pintura sea usable, el contenido de la lata se bien debe ser revuelto (excepto donde el fabricante dice que debe ser de otra manera - como en el caso de las pinturas de no-goteo) para asegurarse de que los pigmentos y la carpeta están mezclados uniformemente. Si una lata almacenada se utiliza “despues de abierta” o aún apenas después de sacudir, la pintura en la tapa será principalmente “carpeta” con color muy pequeño, y para el momento en que la brocha alcance el fondo, la “pintura” será principalmente pigmento - el efecto completo será de un color muy debil a un color muy rico. La proporción del pigmento a la carpeta en cualquier pintura dicta la cantidad de lustre que el producto final tendrá. Cuanto más brillante es el final, será más resistente generalmente. Hay varias cade aceite tiene un elemento deshidratador químico agregado. Las pinturas con una base de agua no son tegorías de terminaciones: mate, lustre y una gama entre los dos que varíe según el fabricante y se señalan en un número de diversos términos - seda, satén, semi-lustre, cáscara de huevo etc. La pintura a base de agua se seca puramente por evaporación, mientras que la pintura a base tan fuertes o duraderas como aquellas con una base de aceite aunque se mejoren todo el tiempo. La ventaja más grande de la pintura a base de agua es que se pueden eliminar los residuos de las brochas y los rodillos en agua; no hay un agente de limpieza especial necesario. Mas artículos sobre: La carpinteria


La visualización y el origen de la pintura. La p. como las otras artes plásticas (v. PLÁSTICAS, ARTES) se ha originado arrancando de la fuente común de toda obra humana: el trabajo. La actividad específica del hombre, ante la múltiple suscitación del mundo circundante, estructura sus «respuestas» práxicas en una formalización peculiar: el mundo como realidad. El extraordinario lujo de la impulsividad humana ha conducido, mediante la creciente aplicación de la energía psíquica, liberada de su originaria ocupación en las necesidades meramente vegetativas, a una nueva dimensión: el juego, que se manifiesta, entre otros modos, por lo que hemos llamado el gusto por la forma (v. ARTE I). La primera manifestación observable del gusto por la forma aparece en lo que suele llamarse artes plásticas y concretamente en los primitivos objetos de la proto-escultura-pintura: guijarro decorado, figura pintada aprovechando el relieve natural, etc. La dualidad línea-color, que aparece en la cerámica más arcaica o en las p. rupestres (v.), ha conducido al inextricable problema del origen plástico de la p. (v. II A, 1). Si queremos romper esta posición aporética es preciso remontarse al origen fisio-psicológico de la pintura. Probablemente, la observación de huellas (manos y pies de hombres y animales) y la más posterior de 'sombras, posiblemente tras el descubrimiento del fuego, abrieron el camino a la manifestación plástica de la actividad lúdica del hombre. Pero esto fue posible porque lo visible y el hombre ya habían dialogado en silencio largamente. El descubrimiento de lo pictórico va a hacer visible ese diálogo. El amplio desarrollo fisio-psicológico de la percepción visual y de sus correspondientes bases corticales, así como su correlación con las percepciones táctiles, proporcionan un progresivo predominio del mundo visual sobre el resto de la formalización sensorial humana. Lo que a todos nos parece corriente y natural, la casi absoluta visualización de la habitud humana, es algo novedoso y recientemente adquirido en el largo camino evolutivo de la vida. La existencia de ingentes cantidades de especies y seres vivos carentes de percepción visual nos informa de la especialmente significativa modalidad de la condición humana. Además, en su estado actual, el predominio de la dimensión visual no es originario, sino fruto precisamente del diálogo, silencioso primero, plástico después, con lo visible. La pintura y el poder de la abstracción. El creciente progreso de visualización tiene en la p. su más gozosa manifestación lúdica. Pero, materialmente, el juego no se diferencia fundamentalmente del trabajo; uno y otro son praxis; la distinción entre ambos es esencial: son formalizaciones diferentes. Por tanto, la p. utiliza un sistema práxico común al del resto de las visualizaciones. Éstas, como sabemos por los trabajos de Psicología genética de Piaget, originariamente son individuales. Al evolucionar la percepción visual, se produce un sistema creciente de signación de objetos y situaciones. Cuando el número de elementos signables, gracias a la actividad y a la industria humanas, se hizo considerable, fue preciso encontrar un' sistema de economía: la abstracción de signos, univalentes primero, polivalentes después, que condujeran a los «lenguajes» abstractos: alfabetos, números, etc. Ahora, cuando los medios de producción seriada de visualizaciones (cine, fotografías, fotocopia, grafismos, imprenta, televisión, etc.) permiten prescindir del principio de la economía de signos, de nuevo la visualización concreta invade todas las formas de cultura, educación, información, juego y trabajo. Incluso en el terreno de las percepciones más ligadas a la vida vegetativa, como las cenestésicas, la visualización tiene en el hombre una importancia extraordinaria. Así aparece en la formalización erótica, tanto en los fenómenos que consideramos normales, como en el hecho de que la visualización sea el vehículo casi exclusivo de la pornografía y que en el terreno patológico aparezca, al parecer con más relevancia cada vez, el fenómeno del «voyeurismo». La primera abstracción que opera la p., en el proceso dialogante de la visualización, es el efecto de aproximación. Nuestra mirada quiere coger, tocar, decimos a veces, lo que vemos. Nuestros ojos -acaso «recordando» que desde el punto de vista genético no son otra cosa que la muy compleja evolución de primitivos grupos de células táctiles- quieren tocar; y la expresividad de nuestra lengua coloquial ha acuñado expresiones tan acertadas como «comerse a uno con los ojos». Pero como, materialmente, nuestra visualización no coge, no come, no toca, hemos tenido que plastificarla; así, animales, objetos, personas y situaciones son «tocables», palpables, en la representación pictórica. La necesaria abstracción opera así, en primer lugar, poniendo los objetos «al alcance de la mano». La segunda abstracción es el «recortado» que valoriza lo visualizado, por medio del enfoque y el encuadre. Hasta la misma fotografía es imposible sin esta segunda abstracción; y la foto, por real que sea, es ante todo un signo, como saben muy bien los confeccionadores de libros o los especialistas en televisión. La única virtualidad cualitativa de la p. en este caso es su capacidad de fuerza expresiva. Ni el más hipotéticamente realista de los retratos sería tal sin una abstracción; el encuadre, que ha puesto en el centro de visualización una persona o un objeto, es abstracción pura, como lo es, pese al gozoso realismo de Rafael (v.), la Disputa del Santísimo Sacramento, en torno a tres círculos superpuestos (Cristo, el Espíritu Santo y la Eucaristía). La abstracción pictórica opera a través de tres elementos esenciales: la línea, el color y la materia. Un objeto puede ser «descrito» pictóricamente por una cantidad extraordinaria de líneas, o por una sola que marque eficazmente su perfil. La «realidad» de las figuras de cazadores de las p. rupestres de la cueva de la Vieja, de Alpera, pese a su elemental esquematismo, no es inferior a la de los precisos dibujos de Durero o Leonardo da Vinci; pero estos últimos representan también una selección, entre otras muchas posibilidades que hubieran podido ser elegidas. El hecho fundamentalmente pictórico es que tanto el prehistórico cazador-pintor como los artistas del Renacimiento, han acertado con el grado de abstracción precisa y eficaz para visualizar pictóricamente la «realidad» formalizada. Lo mismo sucede en el caso del color; la riqueza de paleta, por sí sola, no garantiza las calidades pictórica y artística. Ni siquiera el valor intrínseco de la «materia» es por sí mismo significativo; más aún, la propia riqueza material es un artificio más de la pura abstracción, como sucede con los fondos de oro de la p. bizantina o de los maestros italianos del duocento. Ninguno de estos artistas tuvo conciencia del valor de esa materia; con el fondo dorado se buscaba una especial abstracción: el hieratismo idealista. El descubrimiento del color de la materia pictórica, como indicador de significación específica, sería una consecuencia del desarrollo primero, y del triunfo después, de la burguesía. Fueron los maestros flamencos de los últimos años del s. xIv y, sobre todo, del xv, los que iniciaron y desarrollaron la valoración de la riqueza de la materia como medio especialmente significativo, que después alcanzaría su mejor expresión en la p. de caballete. La pintura y la «realidad». Aproximación y abstracción hacen de la p. el más primitivo de los «lenguajes» plásticos del hombre, posiblemente contemporáneo de la mímica. De aquí su honda raigambre en el mundo como «realidad». La p. es «realidad», se trate de Los borrachos de Velázquez (v.), o de Las señoritas de Aviñón de Picasso (v.); realidad, claro está, no «realismo», ya que éste no es más que una anécdota -bien que maravillosa- de la historia de la pintura. Pero al igual que el «mundo como realidad» no es la presunta «cosa en sí», que es un riguroso inobservable, sino el observable formalizado por la inteligencia sentiente humana, la p. como realidad es una formalización de la intención artística del pintor. La famosa inscripción del Retrato de los esposos Arnolfini, sobre el sabiamente emplazado espejo, Johannes de Eyck fuit hic (v. VAN EYCK, HERMANOS), figura también implícitamente en toda p., cuando no es manifestada casi con ostentación, como en el primer plano de Las Meninas de Velázquez. Posiblemente, como ha sugerido René Huyghe, la reiterada presencia del espejo en tantas obras de la p. occidental no es un simple recurso de «tercera dimensión», sino una consciente o inconsciente manifestación de la intención actualizadora de la realidad del artista. La realidad pictórica es, por tanto, aquí y ahora; desde «una» perspectiva. Todos sabemos que la tersa piel de la serena y juvenil Venus del Giorgione (v.) es tan «real» vista por los ojos o a través del microscopio; pero una y otra son «dos» realidades. Cuando nos aproximamos a la p., la materia sigue siendo la misma; la realidad es otra. El realismo de los jubones y sombreros velazqueños de La rendición de Breda se convierte, al acercarnos, en un amasijo de pinceladas, donde líneas y colores, tan armoniosamente distribuidos desde unos palmos, parecen confusamente entremezclados. Lo que ha desaparecido de una visión a otra es la «realidad»; lo que ésta se ha llevado consigo es la belleza. La dimensión belleza y la pintura. La belleza, como dimensión del «mundo como realidad», pertenece a la p., como a todo el arte. Pero en aquélla la dominante visualización le presta calidades especiales, no tan estrechamente ligadas a los efectos de espacio, forma y volumen como en arquitectura y escultura, o a los de la calidad material, como en la cerámica, orfebrería y vidrio. La dimensión plástica de la belleza se visualiza formalmente en la p. a través del cálculo geométrico (la «composición»), de la materialidad del color (la «paleta») y de la intuición sensible del artista. Pero todo esto no es «parte» realmente separable de un todo; en sí y por sí es más bien «nada» pictórica. Lo único que auténticamente es realidad formalmente bella es la obra total; la unidad formal a la que designamos p., se trate de una minúscula miniatura de un Beato medieval (v. MOZÁRABE, ARTE), o de todo El Juicio Final de Miguel Ángel (v.). Los «géneros» pictóricos. Aproximación, abstracción, realidad y belleza constituyen las coordenadas capitales que permiten comprender el aparentemente difícil problema de los «géneros» pictóricos que, en mi opinión, no están ligados al contenido (bodegón, retrato, paisaje, composición, etc.), sino al espacio. Los géneros cualitativos son, precisamente, una consecuencia de la evolución de los géneros cuantitativos. Originariamente y por su misma naturaleza signativa, la p. no organiza el espacio; las figuras y la decoración ocupan todo el espacio disponible. Con el descubrimiento de la agricultura, que proporcionó una incipiente ordenación zonal del suelo natural, la superficie sobre la que se realiza la visualización pictórica puede ser ya ordenada; lo es en sentido horizontal. Así sucede con la decoración pictórica que cubre los muros o los objetos de cerámica. De este modo ha surgido el primer «género» pictórico: el decorativo-representativo, fundamentalmente mural, que se estructuró en tres fases sucesivas: ordenación horizontal, horizontal y vertical y arquitectónica, que más tarde podrán convivir entre sí, pero con predominio de la última. Si la primera está ligada al desarrollo de la agricultura, la segunda procede del «descubrimiento» de la arquitectura, y la tercera del desarrollo de ésta, cuando es capaz de utilizar la misma estructura constructiva externa como elemento decorativo. El palacio y el templo serán los soportes materiales y sociales de la dimensión decorativo-representativa pictórica. Del mural de temple, sobre estuco o piedra, a la extraordinaria calidad material del mosaico (v.), la organización horizontal -nunca olvidada- culminará en los efectos realmente extraordinarios de algunos de los estilos pompeyanos. Y cuando la abstracción pictórica se ponga al servicio de una cosmovisión que considera que la auténtica realidad no es lo visible presente, sino el invisible futuro, la organización arquitectónica conseguirá cumbres decorativas difícilmente superables: la delicada miniatura (v.) sobre el pergamino de los códices del Alto Medievo, los mosaicos de los templos de Rávena (v. BIZANCIO IV), o los frescos románicos del Occidente. Un elemento fundamental del culto cristiano, el altar, origina el segundo «género» espacial pictórico y sus extraordinarias consecuencias cualitativas. Sobre la «mesa» se apoyaron bien pronto algunas representaciones plásticas, que acabaron organizadas arquitectónicamente en el retablo. Su origen y carácter exigía materiales rígidos: el cobre, el esmalte, la tabla; sólo bastante más tarde, y gracias al bastidor, la tela. Pero pese a su importancia lo fundamental no fue esto, sino que escenas, figuras, etc., quedaron claramente separadas, formal y materialmente, por los elementos arquitectónicos separantes, surgiendo así una invención de excepcional importancia para la p.: el marco, cuya significación fue tan agudamente analizada por Ortega y Gasset. Dípticos, trípticos, polípticos, predellas, etc., encerraban auténticos «cuadros», gracias al efecto de encuadramiento del retablo. Y cuando el desarrollo de las ciudades, primero, y sus consecuencias económicas y mercantiles, después, operan el complejo fenómeno del creciente poderío de los príncipes y de la burguesía mercantil, el cuadro iniciará su brillante evolución. Como consecuencia cualitativa, los elementos sintetizados en la organización del espacio (objetos, paisajes, retratos, etc.) cobraron personalidad propia e independiente. Así surgiría el «tercer género»: la p. de caballete. A partir de la apasionante aventura del «tercer género», la p. descubrió la fuerza inconmensurable de su poder, cobrando conciencia de su fascinación. Así pudo jugar con todos los gozos de la composición; con todo el atractivo del color y de la calidad; con toda la sugestión de la luz; con todo el poderío del misterio, hasta meter al propio aire dentro del cuadro. Así crearon Rafael, Rubens, Velázquez, Rembrandt o Goya. Pero así también se abrió el camino sin salida para un modo peculiar de visualizar plásticamente el «mundo como realidad»: el realismo (V. REALISMO VI). La aventura de la p. de caballete inició el camino hacia los cementerios del arte, los museos, donde cada marco clausura un mundo, no puesto entre paréntesis, sino borrado. Y la visualización pictórica tuvo que iniciar el camino de regreso, de Cézanne a Picasso, de Juan Gris a loan Miró; y volver a empezar por donde se había iniciado: por estricto oficio. Aun así, en la aparentemente más pura abstracción informal, la p. sigue siendo, como en sus orígenes, un lenguaje de signos plásticos visualizados. V. t.: COLOR II. M. CRUZ HERNÁNDEZ. BIBL.: J. GRIS, De las posibilidades de la pintura y otros escritos, Barcelona 1971; V. V. KANDINSKY, Punto y línea sobre el plano, Barcelona 1971; J.-L. SCHEFER, Escenografía de un cuadro, Barcelona 1970; A. PÉREZ, El sentimiento del absurdoPINTURA IIen la pintura, Santiago de Chile 1970; 1. GUICHARD-MEILI, Cómo mirar la pintura, 3 ed. Barcelona 1968; F. PACHECO, Arte de la pintura, Barcelona 1968; A. STOKEs, La pintura y el mundo interior, Buenos Aires 1967; R. BONOME, Teoría y técnica de la pintura, Buenos Aires 1966; H. GEMZ CLAIRE, La vida oculta del cuadro, Barcelona 1966; 1. GARCÍA HIDALGO, Principios para estudiar el nobilísimo y real arte de la pintura, Madrid 1965.

































































































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